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martes, 30 de abril de 2013

FUNDACIÓN MAMA CLARA DE NORUEGA Y YACHAY DE AREQUIPA ENTREGARON ÚTILES, MOCHILAS, BUZOS Y CALZADO A NIÑOS DE TAPAY


(Corazón latino)

No es la primera vez que los niños de Tapay ven una turista, pero se sorprenden cuando esta pequeña mujer de 65 años les habla mucho en un acento extraño que todos pueden entender.
-¿Da risa como habla no? Me pregunta Danitza Riveros. Casi sin mirarme. Oyendo y viendo con atención los gestos de esa mujer de pelo corto, tez muy clara y sonrisa inagotable.
No es la única que se queda casi con la boca abierta. En su pequeño rostro de niño andino, Fredy Quico, también la mira y se ríe.
“Ella es Erna Berg Rogne, una señora que escuchó hablar de ustedes, y que decidió venir a conocerlos, desde Noruega”.
“¿Noruega?”. Me apoyo en un mapamundi colgado en una de las paredes de esta escuelita N° 40418 ubicada en una de las murallas rocosas que conforman el Cañón del Colca. El pequeño Renzo Taco intenta adivinar donde queda ese lugar, todos quieren decir dónde está aún sin saberlo. Pregunto otra vez, y los niños participan, gritan, se inquietan.
“Ernita vino en avión a Perú, ¿alguien ha visto un avión? Su viaje duró 13 horas desde Europa hasta Lima, y de allí, hizo un viaje por tierra en bus, hasta Arequipa, en total ha viajado más de 30 horas”, les digo, intentando el cálculo mental del tiempo que hicimos desde Arequipa a Tapay para hacer una suma total, pero me distraigo al ver a Ernita, que también sonríe, mientras observa a estos pequeños niños que ella nos pidió conocer en diciembre del año pasado, y se olvida de todo lo que pasó, desde la madrugada de ese mismo día.

Fue complicado. El plan era llegar al distrito cayllomino de Tapay antes de las 10 de la mañana de ese sábado 27 de abril. Llamar a los niños, reencontrarnos con ellos, jugar con todos,  aplicar el taller educativo preparado por el día del trabajo, tomar un refrigerio, y retornar a Arequipa con calma. El viaje de ida no debía durar más de 6 horas.
Partimos en la madrugada. Junto con Alfredo Chamana como conductor, Roger Villalobos como voluntario y fotógrafo,  y Erna Berg Rogne, la ciudadana noruega que dirige la Fundación Mama Clara y activa colaboradora de la Asociación Yachasunchis Pukllasunchis (YACHAY).
Pasamos por el Cañón del Colca antes del amanecer, y como siempre, un escenario espectacular. Ese paisaje, esa lejanía, aquel paraje, aquella energía, que despertaba de a pocos con el sol, nos motivaba a todos. Erna se mostraba feliz.
No vimos ningún cóndor pero identificamos el nevado Bomboya, especulamos acerca de Ciro Castillo, y otra vez admiramos toda esa expresión natural, tierra y roca, agua y naturaleza, obra de hombre y de divinidad, mezclados entre sí. “Yo no tendría problema en vivir aquí”, dijo Roger, “me gusta todo esto”.
Cerca de las 4:30 de esa misma madrugada, llegamos a Chivay, y unos ochenta minutos después, antes de bajar a la pampa San Miguel para entrar a Cabanaconde, divisamos el pueblo de Tapay.
Era apenas un grupito de casas con techos de paja y calaminas que parecían trepar la montaña, rodeadas de una mancha agrícola verde que contrastan con el color de las rocas. Y desde nuestra posición, a unos centímetros a la izquierda, los pueblos de Malata y Cosnirgua, lugar a donde hicieron una trocha, y al que debíamos llegar en sólo dos horas más, para continuar el camino a lomo de mula a Tapay.




Ese era el plan. Pero se perdió debajo de alguna filosa piedra de una zona denominada Cancospampa, (que está más cerca al pueblo de Ayo de la provincia de  Castilla), hasta donde llegamos y nos perdimos. Quizá debajo de esa misma piedra amarillenta y filosa que reventó uno de las llantas de la camioneta de YACHAY en la que viajábamos.
Y es que sin señalización, cualquier se pierde. Salimos de Cabanaconde en la dirección indicada y por sucesivo consenso de muchos pobladores, tomamos una pista ancha y afirmada (que conduce a Huambo), vimos una carretera más pequeña, pero la ignoramos.
Seguimos adelante, y luego de unos minutos aparecieron las dudas pero desaparecieron los campesinos. No había nadie a quién preguntar.
Seguimos adelante. El recuerdo del anterior viaje era un rodeo por los cerros antes de iniciar el descenso. Dejamos la carretera ancha que se iba para la izquierda y nos fuimos por otra trocha más angosta que iba en la dirección al Cañón. “Esta tiene que ser”.
Unas huellas recientes de neumáticos nos entusiasmaban porque significaba que no era una ruta olvidada o abandonada. Alguien transitó hace muy poco por aquí, nos repetía Alfredo. Nos repetíamos entre sí. Pero el camino no se acercaba al Cañón. Erna dormía. Roger dejó de tomar fotos, y yo, quería encontrar a alguien para preguntar a donde llevaba esa vía.
Los minutos se multiplicaron, y después de casi una hora y media, de viaje por esa trocha, incluyendo el tiempo que demandaron nuestras múltiples maniobras para cambiar una de las llantas que se reventó pronto, decidimos detenernos.
Estábamos frente al Cañón del Colca pero ya no veíamos el pueblito de Tapay que trepaba la montaña. Decidimos seguir la trocha a pie hasta que de pronto se terminó. Era una trocha sin destino, excepto para llegar a un armatoste desde donde descendía un cable de hierro a otro cerro ubicado más abajo.
Con mucho tiempo perdido y rogando para que las piedras filosas se hagan redondas bajo las llantas, regresamos por nuestras huellas.
“Esa es una persona o ya estoy alucinando”, dijo Alfredo con incredulidad tras unos instantes de retorno. Se veía un grupo de vacas, ni Roger ni yo veíamos a nadie. Viajamos hasta allí sin ver una sola persona, y de pronto, un poblador montado a caballo se acercaba desde una de las lomas. Alfredo detuvo el vehículo.
¿Sabe cuál es la carretera de Tapay?. Y el vaquero cayllomino nos respondió con un gesto que alargó nuestra preocupación. “Esto es Cancospampa, si siguen de frente, pueden llegar a Ayo, tienen que regresar hasta Cabanaconde otra vez”. Nos habíamos desviado tanto.
Decodifiqué su respuesta en minutos. Había que regresar más de 60 minutos, sobre los que habíamos perdido ya, y sin llanta de repuesto. “Tiene que entrar a una carretera pequeña, saliendo de Cabanaconde, a la izquierda”. Era la carretera que habíamos ignorado. Y ya eran las 9 con 30 de la mañana.



...
La Asociación YACHAY conoció a Erna a fines del 2011, y su participación a favor de los niños beneficiarios de los proyectos empezaron al año siguiente en el centro de atención de Cerrito de Huacsapata (Paucarpata, Arequipa-Perú).
Allí, la Fundación Mamá Clara, creada por Ernita en memoria de su madre Clara Rogne, financió la creación de una biblioteca que lleva ese mismo nombre, y en donde YACHAY aplica el proyecto “OK con Mis Tareas”. Los niños acuden a la biblioteca por las tardes, consultan libros, reciben apoyo y reforzamiento de profesores, y hacen todos sus deberes.
Ernita quiere mucho a estos niños, pero supo de los otros centros de atención de YACHAY, como Chaiña (Cayarani-Condesuyos) y Tapay (Cañón del Colca) y se interesó en ellos. “¿Allí son más pobres? ¿Puedo viajar a conocerlos?”, Me preguntó muchas veces.
Es por ello que a fines del año pasado, cargada con medicamentos para evitar problemas cardíacos o de altura, Ernita viajó a Chaiña, pueblito ubicado a más de 5 mil metros de altura, para entregar ayuda y obsequios a los niños del proyecto “Educación y Deporte en el Techo del Mundo” que aplicó YACHAY en ese lugar. Apenas volvió de ese viaje, dijo que otra vez quería regresar, pero con más ayuda.
Pero le faltaba conocer  a los niños de Tapay. Y es por ello que se organizó este viaje para que Ernita también pudiera entregar ayuda a esos pequeños, como parte de la 6ta. Campaña de Recolección de Útiles Escolares, Calzado y Mochilas “Protege un Niño 2013” que fue lanzada por YACHAY a principios de este año.
Y aunque las piedras no se volvieron redondas, tampoco clavaron otra de nuestras llantas. Eso hubiera significado un verdadero problema que seguramente nadie quiso pensar pero que los tres esperábamos con susto, en cualquier momento.
Alfredo  nos regresó pronto hasta aquella carretera que muy temprano miramos de soslayo. Y volvimos a calcular el tiempo de arribo. Erna aún hablaba poco y seguramente pensaba mucho sobre el destino al que debimos llegar a las 9 de la mañana, y que tardaba en aparecer. Eran casi las 11 del día.
El olor a desierto hasta donde habíamos llegado, extraviados, fue reemplazado nuevamente por el olor a chacra serrana, a eucalipto, el verdor nos animó, y aunque pronto también quedó atrás por la carretera que inició el descenso al río, ver nuevamente el Bomboya nos revitalizó aún más. Roger otra vez tomaba fotos.
“Allí está Tapay, es la carretera”. Si es que aún había dudas por haber tomado otro camino equivocado. Ver al pueblo trepando la montaña eliminó todo temor.
El problema ahora era la trocha que se nos mostraba desafiante, zigzagueante, angosta, siempre al borde del precipicio, que nos recibía atrevida, y que rajaba los bordes del Cañón del Colca, hasta llegar al mismo río para inmediatamente volver a subir.
La meta era Malata-Cosnirgua, pueblo donde termina esta carretera. Verla de lejos entusiasmaba a todos. Los niños nos esperaban desde las 10 de la mañana, y ya casi era mediodía. Debíamos llegar pronto.
Ursula, la madre de los pequeñitos André y Lenin, también nos esperaba en ese pueblito de paso, con 3 mulas de silla y 2 de carga. La eterna culebra de tierra por donde transitábamos con la camioneta, no terminaba. El pueblo de Malata estaba siempre a la vuelta de la siguiente curva, pero no llegábamos. Y todos estaban impacientes.
Erna abandonó el silencio y se puso a preguntar muchas cosas, pero principalmente, a comentar que la carretera no le gustaba. “Yo siento un poco de miedo”. No era la única, con excepción de Alfredo que enfrentaba cada curva con tranquilidad y destreza, y creo yo, hasta con emoción.
Finalmente llegamos a Malata. Debíamos bajar de la camioneta para subirnos a las mulas que estaban en Cosnirgua. A menos de un kilómetro de distancia. A la vuelta de una esquina que no llegaba.
Pasaron unos instantes, y ya estábamos reunidos con Ursula. “Los estoy esperando desde las 9”, nos dijo en un tono cargado con dosis de preocupación y reclamo. “¿Cuánto tiempo tardamos en subir?”, “40 minutos, un poco más”.






Ursula cargó con rapidez la carga preciada de útiles, buzos, zapatos y otras cosas más en las dos mulas de carga, y empezó a ajustar la silla de las mulas que los arrieros de todo ese lugar conocen como “taxis”.
Me preguntaba si ya habíamos pasado lo peor. Ahora había que enfrentar a las mulas, desde arriba. Jalar con fuerza el lazo que rodeaba sus hocicos, para dominarlas, gritarles para que caminen, y zumbar el látigo en el aire para que avancen más rápido. Pero principalmente, no mirar abajo cuando estos animales caminen por el borde de los caminos angostos sobre los pequeños precipios y quebradas.
Erna sabía que montaría una mula muchos días atrás. Y cuando las miró, no dejaba de sonreir, esperando el momento de subirse a una de ellas, hasta que Ursula la ayudó a montar. Y ya pronto, cabalgaba con menos temor.
Continuamos el ascenso a Tapay. Pasamos por una quebrada formada por un ancestral discurrir de agua de deshielo. Bajamos de las mulas para prevenir accidentes en caso alguna de ellas se resbalara. Pasamos esa pequeña corriente y volvimos a montar. La mula a la que se montó Roger no parecía estar feliz. Y lo demostró hasta en dos resbalones de sus patas. La adrenalina del viaje tenía otra intensidad.  “En este viaje, nuestro destino depende de alguien más”, coincidimos.
El intenso ascenso a lomo de mula, se confrontaba con el paisaje que teníamos en frente. Todo era fotografiable. Ya estuvimos muchas veces antes en Tapay, pero si era la primera vez que hacíamos ese camino. Y queríamos contemplar y admirar todo.
Lorenzo Taco, esposo de Ursula, nos esperaba en el camino. Se supone que debíamos llegar a Tapay antes del mediodía. Seguro se preocupó más por su mujer. Porque no retornaba. Pero pronto también ayudo al ascenso jalando la mula que montaba Ernita, quien ya no temía y sonreía mucho más.
Luego de una curva, un camino empedrado, el pueblo de Tapay se mostró pequeño pero majestuoso. Siempre nos preguntamos con Rómulo Leanderas, fundador de YACHAY, como es que decidieron los primeros pobladores de Tapay, ir a vivir hasta ese lugar, tan lejano, tan recóndito, tan bello, tan imponente. Un portal construido con piedra nos daba la bienvenida, y las casas con paredes de piedra y barro desfilaban frente a nosotros, hasta que llegamos a la escuela. En ese momento no interesaba el retorno. Era suficiente haber llegado.
Pero estábamos muy atrasados. Pasaron 50 minutos antes de llegar a Tapay tras salir de Cosnirhua, y ya eran las 2 de la tarde. 








La Asociación Yachasunchis Pukllasunchis llegó a Tapay en noviembre del 2007. Antes que se construyera la trocha hasta Malata, el único medio de llegar desde Cabanaconde era bajando a pie todo el cañón hasta el río, por casi 3 horas, y luego, subir a un taxi (o mula), por 1 hora y media.
Hasta el año pasado, los arrieros cobraban hasta 40 soles por cada traslado en mula. El viaje en bus de Arequipa a Cabanaconde que tarda 5 horas, no cuesta más de 15 soles. 
En cada descenso o ascenso siempre nos cruzábamos con turistas de todo el mundo, incluso asiáticos, que no dejaban de tomar fotos siempre mirando al cielo, a la espera ilusa de ver un cóndor sobrevolar por sus cabezas.
En el 2008, se inició el trabajo de YACHAY en Tapay, que en quechua significa “pueblo escondido”. Y dos años después, con el patrocinio de la Fundación Air France, la escuela de Tapay se convirtió en el centro de atención de YACHAY para la aplicación del programa “Educación y Deporte en el Techo del Mundo”, en favor de los entonces 25 niños que estudiaban en la escuelita.
Sin embargo, la falta de oportunidades y la búsqueda de mejores opciones, obligó a muchas familias a mudarse a Cabanaconde, llevándose a sus hijos a estudiar allí. Por ello hoy, la escuela de Tapay apenas cuenta con 9 niños en los seis años de nivel primario. Y en la pequeña escuelita de inicial, este año se matricularon 5 niños. Ernita quería conocerlos a todos.





Entre los obsequios que la Fundación Mama Clara llevó para los niños de Tapay, había un pequeño equipo de sonido. Y Ernita había preparado un cd con música noruega.
Luego de presentarse a padres y niños de la escuela, que la miraban entre sonrisas y sorpresa, les pidió que formen un círculo. “Yo quiero enseñar a todos un baile de mi país, se llama Clap Dance”, dijo y se alistó para hacerlo.
Erna Berg es una educadora jubilada, precisamente de niños de nivel primario, también es profesora de danza e instructora de pilates. Y cuando se pone a bailar, su sonrisa pareciera se hace más grande.
Los niños ya confiaban en ella, y empezaron a seguir sus indicaciones. Los padres, muchos tímidos, no se quedaron atrás, y el clap dance fue sumamente divertido. Todos se divirtieron, y algunos niños ya abrazaban a Ernita. “Yo estoy feliz de estar aquí", me dijo emocionada.
Pero era muy tarde. Luego de entregar los útiles, las mochilas, los buzos, los zapatitos, las golosinas para todos los niños, era momento de partir. Debíamos subir la carretera pegada al cañón, antes que anochezca. Y ya eran las 3 de la tarde.
Uno a uno, llamamos a los niños, los padres les ayudaron a ponerse los buzos nuevos de color rojo que hacía juego con la mayoría de caritas enrojecidas por el frio de ese hermoso pero templado valle altoandino. Los pequeños la abrazaban más. Los padres aplaudían, pero el tiempo corría. No podíamos quedarnos un minuto más.
Se había cumplido el objetivo y  correspondía volver. Algunos niños no querían irse del salón, recibieron un refrigerio con algunos dulces, y empezamos a despedirnos. Los padres agradecieron a YACHAY y a Mama Clara. Nos pidieron que volviéramos pronto, con más tiempo. La propia Erna quería abrazar y besar a todos los niños, y se quejó de que no tuvo tiempo para conversar con ellos y me repitió. “Yo quiero volver”.



















Alfredo nos esperaba en Cosnirhua, y debíamos bajar pronto. Y aunque el descenso debía hacerse a pie. Erna no mostraba incomodidad ni molestia. Estaba feliz. Con su más amplia sonrisa me decía todo. Me mostraba que era tan cariñosa con esos pequeños como si fuera su propia madre.
Toda la semana previa al viaje, Erna sólo hablaba de que quería conocer a los niños de Tapay, conmigo, y seguramente con todos los amigos que ya tiene en Arequipa. Y al parecer, esa necesidad de dar su afecto, su cariño, su amor, en sus gestos y en la ayuda que pudo llevar, no estaba satisfecha, por eso quiere regresar. Y una vez más confirmé que esta mujer es europea, pero tiene tanto sentimiento como una madre nacida en América del Sur, con un inmenso corazón latino. (CDG).


















*Todas las fotos de este post fueron tomadas por Roger Villalobos Medina, voluntario de la Asociación Yachasunchis Pukllasunchis (YACHAY).