(Corazón
latino)
No es la
primera vez que los niños de Tapay ven una turista, pero se sorprenden cuando
esta pequeña mujer de 65 años les habla mucho en un acento extraño que todos pueden
entender.
-¿Da risa como
habla no? Me pregunta Danitza Riveros. Casi sin mirarme. Oyendo y viendo con
atención los gestos de esa mujer de pelo corto, tez muy clara y sonrisa
inagotable.
No es la
única que se queda casi con la boca abierta. En su pequeño rostro de niño
andino, Fredy Quico, también la mira y se ríe.
“Ella es Erna Berg Rogne, una señora que
escuchó hablar de ustedes, y que decidió venir a conocerlos, desde Noruega”.
“¿Noruega?”. Me apoyo en un mapamundi
colgado en una de las paredes de esta escuelita N° 40418 ubicada en una de las
murallas rocosas que conforman el Cañón del Colca. El pequeño Renzo Taco
intenta adivinar donde queda ese lugar, todos quieren decir dónde está aún sin
saberlo. Pregunto otra vez, y los niños participan, gritan, se inquietan.
“Ernita vino en avión a Perú, ¿alguien ha
visto un avión? Su viaje duró 13 horas desde Europa hasta Lima, y de allí, hizo
un viaje por tierra en bus, hasta Arequipa, en total ha viajado más de 30
horas”, les digo, intentando el cálculo mental del tiempo que hicimos desde
Arequipa a Tapay para hacer una suma total, pero me distraigo al ver a Ernita,
que también sonríe, mientras observa a estos pequeños niños que ella nos pidió
conocer en diciembre del año pasado, y se olvida de todo lo que pasó, desde la
madrugada de ese mismo día.
…
Fue
complicado. El plan era llegar al distrito cayllomino de Tapay antes de las 10
de la mañana de ese sábado 27 de abril. Llamar a los niños, reencontrarnos con
ellos, jugar con todos, aplicar el
taller educativo preparado por el día del trabajo, tomar un refrigerio, y retornar
a Arequipa con calma. El viaje de ida no debía durar más de 6 horas.
Partimos en la
madrugada. Junto con Alfredo Chamana como conductor, Roger Villalobos como
voluntario y fotógrafo, y Erna Berg
Rogne, la ciudadana noruega que dirige la Fundación Mama Clara y activa
colaboradora de la Asociación Yachasunchis Pukllasunchis (YACHAY).
Pasamos por
el Cañón del Colca antes del amanecer, y como siempre, un escenario espectacular.
Ese paisaje, esa lejanía, aquel paraje, aquella energía, que despertaba de a
pocos con el sol, nos motivaba a todos. Erna se mostraba feliz.
No vimos
ningún cóndor pero identificamos el nevado Bomboya, especulamos acerca de Ciro
Castillo, y otra vez admiramos toda esa expresión natural, tierra y roca, agua
y naturaleza, obra de hombre y de divinidad, mezclados entre sí. “Yo no tendría problema en vivir aquí”, dijo
Roger, “me gusta todo esto”.
Cerca de las
4:30 de esa misma madrugada, llegamos a Chivay, y unos ochenta minutos después,
antes de bajar a la pampa San Miguel para entrar a Cabanaconde, divisamos el
pueblo de Tapay.
Era apenas un
grupito de casas con techos de paja y calaminas que parecían trepar la montaña,
rodeadas de una mancha agrícola verde que contrastan con el color de las rocas.
Y desde nuestra posición, a unos centímetros a la izquierda, los pueblos de
Malata y Cosnirgua, lugar a donde hicieron una trocha, y al que debíamos llegar
en sólo dos horas más, para continuar el camino a lomo de mula a Tapay.
Ese era el
plan. Pero se perdió debajo de alguna filosa piedra de una zona denominada
Cancospampa, (que está más cerca al pueblo de Ayo de la provincia de Castilla), hasta donde llegamos y nos
perdimos. Quizá debajo de esa misma piedra amarillenta y filosa que reventó uno
de las llantas de la camioneta de YACHAY en la que viajábamos.
Y es que sin
señalización, cualquier se pierde. Salimos de Cabanaconde en la dirección indicada y por sucesivo consenso de muchos pobladores, tomamos una pista ancha y afirmada
(que conduce a Huambo), vimos una carretera más pequeña, pero la ignoramos.
Seguimos
adelante, y luego de unos minutos aparecieron las dudas pero desaparecieron los
campesinos. No había nadie a quién preguntar.
Seguimos
adelante. El recuerdo del anterior viaje era un rodeo por los cerros antes de
iniciar el descenso. Dejamos la carretera ancha que se iba para la izquierda y
nos fuimos por otra trocha más angosta que iba en la dirección al Cañón. “Esta tiene que ser”.
Unas huellas
recientes de neumáticos nos entusiasmaban porque significaba que no era una
ruta olvidada o abandonada. Alguien transitó hace muy poco por aquí, nos repetía
Alfredo. Nos repetíamos entre sí. Pero el camino no se acercaba al Cañón. Erna
dormía. Roger dejó de tomar fotos, y yo, quería encontrar a alguien para
preguntar a donde llevaba esa vía.
Los minutos
se multiplicaron, y después de casi una hora y media, de viaje por esa trocha,
incluyendo el tiempo que demandaron nuestras múltiples maniobras para cambiar
una de las llantas que se reventó pronto, decidimos detenernos.
Estábamos
frente al Cañón del Colca pero ya no veíamos el pueblito de Tapay que trepaba
la montaña. Decidimos seguir la trocha a pie hasta que de pronto se terminó.
Era una trocha sin destino, excepto para llegar a un armatoste desde donde
descendía un cable de hierro a otro cerro ubicado más abajo.
Con mucho
tiempo perdido y rogando para que las piedras filosas se hagan redondas bajo
las llantas, regresamos por nuestras huellas.
“Esa es una persona o ya estoy alucinando”,
dijo Alfredo con incredulidad tras unos instantes de retorno. Se veía un grupo de vacas, ni Roger ni yo
veíamos a nadie. Viajamos hasta allí sin ver una sola persona, y de pronto, un
poblador montado a caballo se acercaba desde una de las lomas. Alfredo detuvo
el vehículo.
¿Sabe cuál es la carretera de Tapay?. Y
el vaquero cayllomino nos respondió con un gesto que alargó nuestra
preocupación. “Esto es Cancospampa, si
siguen de frente, pueden llegar a Ayo, tienen que regresar hasta Cabanaconde
otra vez”. Nos habíamos desviado tanto.
Decodifiqué
su respuesta en minutos. Había que regresar más de 60 minutos, sobre los que
habíamos perdido ya, y sin llanta de repuesto. “Tiene que entrar a una carretera pequeña, saliendo de Cabanaconde, a
la izquierda”. Era la carretera que habíamos ignorado. Y ya eran las 9 con
30 de la mañana.
...
La
Asociación YACHAY conoció a Erna a fines del 2011, y su participación a favor
de los niños beneficiarios de los proyectos empezaron al año siguiente en el
centro de atención de Cerrito de Huacsapata (Paucarpata, Arequipa-Perú).
Allí, la
Fundación Mamá Clara, creada por Ernita en memoria de su madre Clara Rogne,
financió la creación de una biblioteca que lleva ese mismo nombre, y en donde
YACHAY aplica el proyecto “OK con Mis Tareas”. Los niños acuden a la biblioteca
por las tardes, consultan libros, reciben apoyo y reforzamiento de profesores,
y hacen todos sus deberes.
Ernita
quiere mucho a estos niños, pero supo de los otros centros de atención de
YACHAY, como Chaiña (Cayarani-Condesuyos) y Tapay (Cañón del Colca) y se
interesó en ellos. “¿Allí son más pobres?
¿Puedo viajar a conocerlos?”, Me preguntó muchas veces.
Es por ello
que a fines del año pasado, cargada con medicamentos para evitar problemas
cardíacos o de altura, Ernita viajó a Chaiña, pueblito ubicado a más de 5 mil
metros de altura, para entregar ayuda y obsequios a los niños del proyecto
“Educación y Deporte en el Techo del Mundo” que aplicó YACHAY en ese lugar.
Apenas volvió de ese viaje, dijo que otra vez quería regresar, pero con más
ayuda.
Pero le
faltaba conocer a los niños de Tapay. Y
es por ello que se organizó este viaje para que Ernita también pudiera entregar
ayuda a esos pequeños, como parte de la 6ta. Campaña de Recolección de Útiles
Escolares, Calzado y Mochilas “Protege un Niño 2013” que fue lanzada por YACHAY
a principios de este año.
…
Y aunque las
piedras no se volvieron redondas, tampoco clavaron otra de nuestras llantas.
Eso hubiera significado un verdadero problema que seguramente nadie quiso
pensar pero que los tres esperábamos con susto, en cualquier momento.
Alfredo nos regresó pronto hasta aquella carretera que
muy temprano miramos de soslayo. Y volvimos a calcular el tiempo de arribo.
Erna aún hablaba poco y seguramente pensaba mucho sobre el destino al que
debimos llegar a las 9 de la mañana, y que tardaba en aparecer. Eran casi las
11 del día.
El olor a
desierto hasta donde habíamos llegado, extraviados, fue reemplazado nuevamente por
el olor a chacra serrana, a eucalipto, el verdor nos animó, y aunque pronto
también quedó atrás por la carretera que inició el descenso al río, ver
nuevamente el Bomboya nos revitalizó aún más. Roger otra vez tomaba fotos.
“Allí está Tapay, es la carretera”. Si
es que aún había dudas por haber tomado otro camino equivocado. Ver al pueblo
trepando la montaña eliminó todo temor.
El problema
ahora era la trocha que se nos mostraba desafiante, zigzagueante, angosta,
siempre al borde del precipicio, que nos recibía atrevida, y que rajaba los
bordes del Cañón del Colca, hasta llegar al mismo río para inmediatamente
volver a subir.
La meta era
Malata-Cosnirgua, pueblo donde termina esta carretera. Verla de lejos
entusiasmaba a todos. Los niños nos esperaban desde las 10 de la mañana, y ya
casi era mediodía. Debíamos llegar pronto.
Ursula, la
madre de los pequeñitos André y Lenin, también nos esperaba en ese pueblito de
paso, con 3 mulas de silla y 2 de carga. La eterna culebra de tierra por donde
transitábamos con la camioneta, no terminaba. El pueblo de Malata estaba
siempre a la vuelta de la siguiente curva, pero no llegábamos. Y todos estaban
impacientes.
Erna
abandonó el silencio y se puso a preguntar muchas cosas, pero principalmente, a
comentar que la carretera no le gustaba. “Yo
siento un poco de miedo”. No era la única, con excepción de Alfredo que
enfrentaba cada curva con tranquilidad y destreza, y creo yo, hasta con
emoción.
Finalmente
llegamos a Malata. Debíamos bajar de la camioneta para subirnos a las mulas que
estaban en Cosnirgua. A menos de un kilómetro de distancia. A la vuelta de una
esquina que no llegaba.
Pasaron unos
instantes, y ya estábamos reunidos con Ursula. “Los estoy esperando desde las 9”, nos dijo en un tono cargado con
dosis de preocupación y reclamo. “¿Cuánto
tiempo tardamos en subir?”, “40 minutos, un poco más”.
Ursula cargó
con rapidez la carga preciada de útiles, buzos, zapatos y otras cosas más en
las dos mulas de carga, y empezó a ajustar la silla de las mulas que los
arrieros de todo ese lugar conocen como “taxis”.
Me
preguntaba si ya habíamos pasado lo peor. Ahora había que enfrentar a las
mulas, desde arriba. Jalar con fuerza el lazo que rodeaba sus hocicos, para
dominarlas, gritarles para que caminen, y zumbar el látigo en el aire para que avancen más rápido. Pero principalmente, no mirar abajo cuando estos animales
caminen por el borde de los caminos angostos sobre los pequeños precipios y
quebradas.
Erna sabía
que montaría una mula muchos días atrás. Y cuando las miró, no dejaba de
sonreir, esperando el momento de subirse a una de ellas, hasta que Ursula la
ayudó a montar. Y ya pronto, cabalgaba con menos temor.
Continuamos
el ascenso a Tapay. Pasamos por una quebrada formada por un ancestral discurrir
de agua de deshielo. Bajamos de las mulas para prevenir accidentes en caso
alguna de ellas se resbalara. Pasamos esa pequeña corriente y volvimos a
montar. La mula a la que se montó Roger no parecía estar feliz. Y lo demostró
hasta en dos resbalones de sus patas. La adrenalina del viaje tenía otra
intensidad. “En este viaje, nuestro destino depende de alguien más”,
coincidimos.
El intenso ascenso
a lomo de mula, se confrontaba con el paisaje que teníamos en frente. Todo era
fotografiable. Ya estuvimos muchas veces antes en Tapay, pero si era la primera
vez que hacíamos ese camino. Y queríamos contemplar y admirar todo.
Lorenzo
Taco, esposo de Ursula, nos esperaba en el camino. Se supone que debíamos
llegar a Tapay antes del mediodía. Seguro se preocupó más por su mujer. Porque
no retornaba. Pero pronto también ayudo al ascenso jalando la mula que montaba
Ernita, quien ya no temía y sonreía mucho más.
Luego de una
curva, un camino empedrado, el pueblo de Tapay se mostró pequeño pero
majestuoso. Siempre nos preguntamos con Rómulo Leanderas, fundador de YACHAY,
como es que decidieron los primeros pobladores de Tapay, ir a vivir hasta ese
lugar, tan lejano, tan recóndito, tan bello, tan imponente. Un portal
construido con piedra nos daba la bienvenida, y las casas con paredes de piedra
y barro desfilaban frente a nosotros, hasta que llegamos a la escuela. En ese
momento no interesaba el retorno. Era suficiente haber llegado.
Pero estábamos
muy atrasados. Pasaron 50 minutos antes de llegar a Tapay tras salir de Cosnirhua,
y ya eran las 2 de la tarde.
…
La
Asociación Yachasunchis Pukllasunchis llegó a Tapay en noviembre del 2007.
Antes que se construyera la trocha hasta Malata, el único medio de llegar desde
Cabanaconde era bajando a pie todo el cañón hasta el río, por casi 3 horas, y
luego, subir a un taxi (o mula), por 1 hora y media.
Hasta el año
pasado, los arrieros cobraban hasta 40 soles por cada traslado en mula. El
viaje en bus de Arequipa a Cabanaconde que tarda 5 horas, no cuesta más de 15
soles.
En cada descenso o ascenso siempre nos cruzábamos con turistas de todo
el mundo, incluso asiáticos, que no dejaban de tomar fotos siempre mirando al
cielo, a la espera ilusa de ver un cóndor sobrevolar por sus cabezas.
En el 2008, se
inició el trabajo de YACHAY en Tapay, que en quechua significa “pueblo
escondido”. Y dos años después, con el patrocinio de la Fundación Air France,
la escuela de Tapay se convirtió en el centro de atención de YACHAY para la
aplicación del programa “Educación y Deporte en el Techo del Mundo”, en favor
de los entonces 25 niños que estudiaban en la escuelita.
Sin embargo,
la falta de oportunidades y la búsqueda de mejores opciones, obligó a muchas familias
a mudarse a Cabanaconde, llevándose a sus hijos a estudiar allí. Por ello hoy, la
escuela de Tapay apenas cuenta con 9 niños en los seis años de nivel primario.
Y en la pequeña escuelita de inicial, este año se matricularon 5 niños. Ernita quería conocerlos a todos.
…
Entre los
obsequios que la Fundación Mama Clara llevó para los niños de Tapay, había un pequeño
equipo de sonido. Y Ernita había preparado un cd con música noruega.
Luego de
presentarse a padres y niños de la escuela, que la miraban entre sonrisas y
sorpresa, les pidió que formen un círculo. “Yo
quiero enseñar a todos un baile de mi país, se llama Clap Dance”, dijo y se
alistó para hacerlo.
Erna Berg es
una educadora jubilada, precisamente de niños de nivel primario, también es
profesora de danza e instructora de pilates. Y cuando se pone a bailar, su
sonrisa pareciera se hace más grande.
Los niños ya
confiaban en ella, y empezaron a seguir sus indicaciones. Los padres, muchos
tímidos, no se quedaron atrás, y el clap dance fue sumamente divertido. Todos
se divirtieron, y algunos niños ya abrazaban a Ernita. “Yo estoy feliz de estar aquí", me dijo
emocionada.
Pero era
muy tarde. Luego de entregar los útiles, las mochilas, los buzos, los
zapatitos, las golosinas para todos los niños, era momento de partir. Debíamos
subir la carretera pegada al cañón, antes que anochezca. Y ya eran las 3 de la
tarde.
Uno a uno,
llamamos a los niños, los padres les ayudaron a ponerse los buzos nuevos de
color rojo que hacía juego con la mayoría de caritas enrojecidas por el frio de
ese hermoso pero templado valle altoandino. Los pequeños la abrazaban más. Los
padres aplaudían, pero el tiempo corría. No podíamos quedarnos un minuto más.
Se había
cumplido el objetivo y correspondía
volver. Algunos niños no querían irse del salón, recibieron un refrigerio con
algunos dulces, y empezamos a despedirnos. Los padres agradecieron a YACHAY y a
Mama Clara. Nos pidieron que volviéramos pronto, con más tiempo. La propia Erna
quería abrazar y besar a todos los niños, y se quejó de que no tuvo tiempo para
conversar con ellos y me repitió. “Yo
quiero volver”.
Alfredo nos
esperaba en Cosnirhua, y debíamos bajar pronto. Y aunque el descenso debía
hacerse a pie. Erna no mostraba incomodidad ni molestia. Estaba feliz. Con su
más amplia sonrisa me decía todo. Me mostraba que era tan cariñosa con esos
pequeños como si fuera su propia madre.
Toda la
semana previa al viaje, Erna sólo hablaba de que quería conocer a los niños de
Tapay, conmigo, y seguramente con todos los amigos que ya tiene en Arequipa. Y
al parecer, esa necesidad de dar su afecto, su cariño, su amor, en sus gestos y
en la ayuda que pudo llevar, no estaba satisfecha, por eso quiere regresar. Y
una vez más confirmé que esta mujer es europea, pero tiene tanto sentimiento
como una madre nacida en América del Sur, con un inmenso corazón latino. (CDG).
…
*Todas las fotos de este post fueron tomadas por Roger Villalobos Medina, voluntario de la Asociación Yachasunchis Pukllasunchis (YACHAY).
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